EL PARAÍSO PERDIDO DE LA PINTURA

DAVID BARRO

“Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”

 

De entre los artistas que empiezan hay quien trata de esconder sus referentes y quien los señala abiertamente, revelando y asumiendo inmediatamente su momento de búsqueda, sin miedos ni complejos. Me gusta confesar mi inclinación por los segundos, por esos que dejan que su trayectoria despliegue su propio tiempo, esos que son capaces de acariciar sus devociones para posteriormente desdibujarlas y partir para otra parte. Los primeros, salvo casos realmente excepcionales, corren el peligro de ahogarse en su propio vómito de forzada originalidad, cayendo en su propio engaño. Los segundos, prefieren hacerse preguntas y estudiar cómo artistas anteriores en el tiempo han tenido que enfrentarse a ellas e intentar resolverlas. Una vez asumida la condición de la pintura, que ha dejado de ser una técnica para ser una tradición, o en otras palabras, asumir que más allá del propio acto de pintar, la pintura es una idea y una forma de pensar sobre la propia pintura, una suerte autorreferencial, estos artistas ensayan fórmulas ya expuestas para desbordarlas en una actualidad híbrida capaz de dar sentido conjunto a todos esos logros. Por supuesto, ese es el caso de Alain Urrutia, un artista que ha asumido con naturalidad ese posicionamiento que implica al artista estar continuamente (re)pensando su lugar, y preguntándose no sólo el porqué seguir pintando sino para qué y cómo seguir haciéndolo.


Seguramente sea eso, sí. Seguir sumando. De ahí el título: Wunscht, que significa literalmente “anhelo”, en alemán. Para quien conozca personalmente a Alain, aunque sea brevemente como es mi caso, será fácil reconocer esa ansia y deseo vehemente del que goza cuando persigue alguna cosa. Y la cosa entre manos, en este caso, es la imagen. Una imagen que compone y apaga casi instantáneamente, como si tratase de resolver un elogio de lo borroso. Porque para Alain ese avance, ese mirar hacia adelante con forma de deseo impaciente, guarda un doble sentido paradójico, algo así como aquel construir eliminando que proclamaba la escultura de Giacometti, mitad deseo, mitad nostalgia; una especie de encrucijada que necesita ordenar y cerrar aunque sea a partir de darle una veladura, como si quisiese esconder algunos fragmentos que permitan a la imagen permanecer como en aquel espejo de Lewis Carroll: “se borró muy lentamente... terminando por la sonrisa, que persistió algún tiempo después de que el resto del animal hubiera desaparecido”.


Como aquella descripción del tiempo como escultor que escribía Marguerite Yourcenar, señalando que el día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, empieza, las imágenes de Alain Urrutia son algo así como un camino hacia la muerte. Yourcenar describía cómo a partir del primer paso de la escultura como bloque a la forma humana se pasa a una segunda etapa de conservación o desgaste. Porque toda imagen permanece en el tiempo, como esos fragmentos de memoria con forma de fotografía de los que se vale Alain Urrutia para componer esta serie. La imagen se convierte en un cuerpo comido por el tiempo y su belleza radica en esa condición de fragmento, en esa memoria medio decapitada. Una frase de Yourcenar es significativa al respecto: “Nuestros padres restauraban las estatuas; nosotros les quitamos su nariz y sus prótesis; nuestros descendientes, a su vez, harán probablemente otra cosa”. En la pintura, desde Gerhard Richter, se ha luchado por representar lo irrepresentable a través de la borrosidad. Alain es uno de los muchos artistas que recoge ese legado, vía Luc Tuymans, en su intención de velar la imagen. Tanto Richter como Tuymans caminan hacia la disolución de la imagen dificultando y entorpeciendo nuestra visión de simples espectadores ante un encuadre desenfocado. La memoria, individual y colectiva, y sus dificultades de aprehensión justifican esa reducción de la gama y de la visibilidad. Entre tanto, el espectador ha de exigirse un esfuerzo para interpretar lo que se nos cuenta –contenidos que sí esconden un sentido-, imaginar más allá de ese velo suspendido como fachada-telón.


Pienso en Caspar David Friedrich y en cómo ante su conocida obra El monje frente al mar, de 1809, el público se quejaba porque no podía ver nada. La escasez de elementos -la bruma, el mar y una duna sobre la que el monje piensa- tornaban sublime la imagen. La figura, desamparada y solitaria, flota en la inmensidad como lo hacen las figuras de Alain Urrutia, imponiéndose a la profundidad, a un fondo sin puntos de fuga, como aquella niebla que abría la imaginación de Friedrich. Otra vez es como si la imagen hubiese desaparecido. En Friedrich, la niebla es una dificultad que actúa de opaca cortina; en Urrutia la borrosidad será un recurso capaz de conseguir que las cosas se expresen con más fuerza mediante su ausencia. De ahí que las obras que toman estas características guarden ese aire intemporal e indefinido. Porque su pretensión no es decirlo todo sino hacer visible un enigma.


Esa condensación y afán por desdibujar o difuminar los contornos, como señalaba líneas atrás, parece inaugurar una manera especial de ver y representar que llevó a muchos artistas contemporáneos a un modo crudo de ilustrar a partir de la utilización de fuentes fotográficas y fílmicas. El pintor y teórico Jordan Kantor, lo explica, no sin cierta ironía, en un texto publicado en Artforum a finales del 2004, a propósito de tres pintores interesantes como Wilhelm Sasnal, Eberhard Havekost y Magnus von Plessen, bajo el título “El efecto Tuymans”. Lo que está en juego para Kantor no es una simple estrategia formal heredada del universo legado por Tuymans, sino la intensidad con la que éstos consiguen aceptar y negar al mismo tiempo la pintura. “Al introducir la exposición temática con series que reclaman para sí mismas conformarse ‘acerca’ del colonialismo africano o de la xenofobia, Tuymans abrió las puertas a una mirada de proyectos de pintura que encuentran su justificación, en palabras de uno de sus principales defensores, Ulrich Loock, en un discurso ‘extra-pintura’”.


Seguramente, para entender el trabajo de Luc Tuymans debemos partir de una premisa paradójica: la permanencia de la imagen estática en la memoria es más fuerte que la de la imagen móvil. La imposibilidad de recuperar esa imagen, su finitud y desvanecimiento, acumula significados que desarrollan su equivalente mental, que sí permanecerá, y cada vez más, en movimiento. Y aquí radica una de las claves que lleva a Alain a pintar de esa manera, cómo en el declinar de la imagen estática se produce una acumulación de información que la torna densa; la distorsión deriva en invisibilidad y la invisibilidad en esencia. Muchos artistas desde Tuymans asumen que la materialidad de la imagen estática es siempre mayor y también que el impacto que nos deja es mucho más fuerte, salvo en casos especiales como el de la imagen de los aviones golpeando una y otra vez sobre las torres gemelas, seguramente la imagen de nuestra época.


En ese sentido es indudable que Alain Urrutia recoge el testigo dejado por Tuymans que, a su vez, lo había tomado de un Gerhard Richter que conceptualmente entiende la pintura como un proceso de decisión y que formalmente bebe directamente de la relación entre pintura y fotografía. Naturalmente Richter llevó todo eso mucho más allá que Tuymans en su Atlas. Pero Tuymans también recoge esa libertad de poder pintar a partir de lo que ve en una postal para ir más allá de la simple exaltación del espacio, la composición o el color como lógica constructiva y prioritaria de la pintura.


Así, en el camino hacia la destrucción de la imagen, Alain parece tenerlo claro: “Más que nunca, hoy, se puede decir de nosotros, aunque afirmarlo resulte paradójico en un mundo hipervisible, que tenemos ‘ojos para no ver’, y de ahí que las referencias que utilizo, partan del hecho de que muchas de las cosas que nos rodean y de que situaciones que en un principio podrían pasar desapercibidas tengan una lectura y un carácter estético que se formaliza con su representación”. En esta serie, Alain Urrutia parte de fragmentos de imágenes que son fragmentos de las imágenes de su propia vida, como si decidiese pintar en una especie de banda de Moebius donde no sabemos cuándo estamos dentro o fuera de la imagen misma. La situación es, en este sentido muy derridiana, en el sentido en que reflexiona cómo la huella, la ruina o la ceniza son inseparables del campo semántico del recuerdo. Para Alain Urrutia, como para Derrida, ese proceso de anamnesis lleva implícito un doble deseo paradójico: “el de la ceniza, la destrucción total, el borramiento siquiera del propio borrarse huella, la desaparición sin resto y, por otra parte, la necesidad inevitable de guardar algo en la memoria, de guardarlo todo sin que nada se pierda, llevar la copia, el archivo, hasta lo impensable”. Derrida se preguntaba cómo amar otra cosa distinta que la posibilidad de la ruina, otra cosa distinta que la totalidad imposible. Lo hacía en Mémories d’aveugle, un texto redactado para una exposición de dibujos sobre ciegos en el Museo del Louvre. Y nada mejor que la ceguera para entender el sentido de los personajes de los cuadros de Alain Urrutia, incluso de los que nos miran directamente, como si les faltase la vida por dentro. Derrida nos enseñó que es la experiencia misma: ni el fragmento abandonado pero todavía monumental de una totalidad, ni siquiera, como pensaba Benjamin, un tema de la cultura barroca. “No es un tema, justamente, arruina el tema, la posición, la presentación o la representación de cualquier cosa”, señala Derrida. Para éste la ruina es una memoria abierta como un ojo o el boquete de una órbita huesuda que nos deja ver sin mostrarnos nada.


Alain Urrutia pinta, entonces, para guardar. Como memoria infinita. Como un resto (el anhelo de Alain) que, siguiendo con Derrida, sería aquello que puede desaparecer radicalmente como sustancia. Entre tanto, podríamos citar a otros artistas que siguen la estrategia de proceder a partir de imágenes anteriores al cuadro. Pienso en Gert Rappenecker y su pintura con ‘sabor’ a fotocopia, que trabaja a partir de folletos turísticos sus paisajes de mediados de los noventa. O en las imágenes suspendidas de Johannes Kahrs, que nacen de la ficción cinematográfica. Todos trabajan con imágenes ya existentes, robadas, bañadas por un halo melancólico producto de su anhelo por capturar la imagen que refleja la realidad, que no es nunca la imagen de lo real, sino la mirada transversal de ésta, el instante de un presente que flota en la memoria. De ahí su densidad y el trabajar el defecto de la imagen. Porque su viaje es el del encuentro. O, mejor, el del encuentro con la luz. Ahí nace la sugerencia, la intensidad, el matiz que nace de la sombra, la borrosidad o el reflejo de la imagen. Pero de entre todos ellos, destacaría a Wilhelm Sasnal, que es quien mejor podría responder a ese ‘efecto Tuymans’ introducido por Kantor. Formalmente, el parecido con la pintura de Tuymans es indudable: el uso de una paleta monocromática, el tamaño, la escala y el papel protagonista de la tinta. Temáticamente también existe una relación en la recurrencia habitual a temas militares. Por último, la coincidencia en un proceso que nace de la fotografía y se resuelve o ejecuta con gran rapidez. Todo eso hace que su técnica parezca torpe, aunque naturalmente eso no signifique que pinte mal. Al contrario, es el empleo deliberado de la estética del ‘fracaso técnico’ como forma de tematizar la situación de la pintura hoy lo que hace de sus respectivas pinturas algo tan atractivo.


Entre todos ellos, emerge y se hace cada día la pintura de Alain Urrutia, consciente de que tras Richter el lienzo ya no está vacío de antemano y la pintura no sirve para producir la imagen sino que es la imagen la que nos sirve para producir pintura. Así, en Alain Urrutia es la imagen, o su dislocación, la que genera otra nueva imagen. Richter lo deja claro en unas notas datadas en 1964 y 1965. “Cuando pinto a partir de una fotografía, el pensamiento consciente queda suprimido. No sé lo que hago. Mi trabajo se asemeja más a lo informal que a cualquier tipo de ‘realismo’. La fotografía tiene una abstracción propia que no es nada fácil de penetrar”. Para Richter la fotografía es una forma de ganar distancia a la hora de penetrar en lo real y asume una función religiosa en el momento en que todo el mundo elabora sus propios recordatorios a partir de ella.


Aimar Arriola nos habla de cómo en Alain Urrutia lo conocido deja paso a lo extraño, de lo incómodo que puede resultar transformar lo reconocible en otra cosa. Efectivamente la imagen se traduce, pero más todavía se destila, se declina para construirse nuevamente. Se entiende así su pintura desgastada, ese contrario de Tarkovski. O ese camino hacia la abstracción que tan bien describe Danto: “A veces me parece que la historia de la pintura moderna se puede leer como la historia de la pintura tradicional puesta del revés, como una película proyectada hacia atrás: un desmantelamiento regresivo y sistemático de los mecanismos inventados a lo largo de siglos para hacer convincentes las representaciones pictóricas del doloroso triunfo de la cristiandad y de las historias de la gloria nacional”. Pero en Urrutia esa proyección retrospectiva es, a la vez, prospectiva. En palabras de Richter, sería algo así como la libertad “de ya no tener que inventar, de poder olvidar lo que significa la pintura –color, composición, espacio- y todo lo que uno sabía y había pensado”. Urrutia asume -como hizo Richter décadas atrás- una premisa: si en la fotografía la realidad se convierte en imagen, cuando ésta llega a la pintura la imagen se convierte en realidad.


Hablamos de borrosidad, de desenfoque, de fragmentos, de esconder la habilidad de pintar bien, de solapamientos, de recortes, de interrupciones, de reducciones tonales… Todo gracias al simple gesto de procesar manualmente la ‘imagen’ de la fotografía buscando la densidad de ésta. Así ese latente estado de violencia, de violación de la anatomía y el tiempo a modo de enigma irresoluble. Lo afirmaba el escultor Medardo Rosso en el primero de sus escritos, “lo importante en arte es hacer olvidar la materia”. Pero también Francis Bacon cuando hablaba de ‘secuencias movedizas’ o incluso de ‘órdenes de sensaciones’. En Bacon la figura rompe con lo figurativo. “He querido pintar el grito antes que el horror”, llegará a afirmar. Y como en Bacon, en Alain Urrutia existe una zona de indiscernibilidad, donde todo tiende a escaparse. Una suerte de paraíso perdido de la carne de la pintura.