LA PINTURA COMO MENSAJE CIFRADO

DAVID BARRO

La pintura como mensaje cifrado.

 

 

En algunas ocasiones, intentando penetrar en el la pintura de Alain Urrutia, he tenido la sensación de invadir un palacio deshabitado. Todo permanece idéntico pero se impone un vacío, el de un pasado eternamente inmóvil, en suspensión. Un presente vivo, ausente pero inminente. Una suerte de fragmento, que como señaló Friedrich Schlegel en una carta a su hermano August Wilhelm, "es la verdadera forma de la filosofía universal". Por algo decía Novalis que sólo lo incompleto puede permitirnos avanzar en la tarea del conocimiento. También que cuando soñamos que soñamos estamos cerca de despertar. Así pensadores como Nietzsche, que darán prioridad a lo incompleto como cualidad artística. Lo incompleto es, entonces, como una herida de la imagen, como otra zona de oscuridad, como una mirada sonámbula.

 

Alain Urrutia avanza desde la discordancia, desde el desvío. La duda corrompe la mirada, que se deja atravesar por la idea. El tiempo se acumula, se enclaustra. Sus pinturas son de proceso rápido, pero de recepción lenta. Poco importa la escala; cuando esta se impone, resuelve sin miedo, desde lo flexible; cuando esta se encoje, la respuesta es precisa, jugando casi mágicamente con modulaciones de color a partir de una gama de colores muy restringida.

 

Resulta tentador estrechar ya, de punto de partida, algunos referentes, como Luc Tuymans o Michael Borremans. De ambos, como sucederá también en artistas como Wilhelm Sasnal, recoge eso que Jordan Kantor definió como estética del fracaso técnico o estética del no talento, estrategia trabajada en términos formales y conceptuales. También el concepto de lo incompleto, algo que Tuymans y algunos de sus seguidores han conseguido demostrar ya sea pintando figurativamente o diagramáticamente. O la corporalidad poco confortable, extraña, de cuerpos truncados y gestos inútiles, que ha caracterizado a Borremans. Pero pocas frases podrían designar tan bien el trabajo pictórico de Alain Urrutia como aquella que escribirá Cézanne a Joachim Gasquet antes de su muerte: "Sigo buscando la sensación de esas impresiones confusas que traemos al nacer". Son las palabras de un Cézanne sin fuerzas, pero aún capaz de destilar las sensaciones. Cézanne apelaba a lo sensible y tenía muy claro en su tiempo que otros harían con el rostro lo que Monet había hecho con el paisaje. Seguro que no pensaba en Bacon, ni en Alain Urrutia, es evidente, pero también resulta obvia su particular capacidad para adivinar una manera más agitada de pintar.

 

Eran momentos de telas manchadas, de expresionismos denominados impresionismos, donde el cuadro se ofrecía como superficie. Por fin no era necesario imitar lo real, sino que el color podía mostrar también su condición artificial. Si Monet abandona el recurso del dibujo para primar el color, en esa fusión forma-fondo que lo caracteriza, esa tensión equilibrista se acelera en la obra de Cézanne, primando la materialidad de los pigmentos. Antes, Manet había suprimido la unidad del relato y la profundidad espacial; había traído el fondo hacia delante. La sensación visual toma la primacía. La pintura se torna fluida y el objeto no sobrevive aislado sino que flota en una atmósfera que otorga la unidad al cuadro. La luz domina y la pincelada se fragmenta. Y entre tanto llega Cézanne, con sus figuras monumentales y sus retratos inacabados. Sus ‘reservas’ o partes vacías que dejan entrever el blanco del lienzo en algunas de sus pinturas, harán que en ningún caso su pincelada semeje definitiva. Nada más cerca de la pintura de Gunther Förg. Pienso en el autorretrato de Cézanne con sombrero en 1894 y el fondo es exactamente eso. Todo parece inconcluso. No debe extrañar que al final de su vida Cézanne reconociese que las sensaciones de color que da la luz son para él causa de abstracciones que no le permiten cubrir la tela ni perseguir la delimitación de los objetos, derivando en una dificultad para materializar el cuadro definitivamente, en esa confusión cercana al origen. Por eso muchas veces abandonará sus cuadros sin que estos fuesen concluidos, con una estética del no talento cercana a los artistas antes citados.

 

 

 

Extremar la imagen. Tensar la mirada.

 

 

No me cansaré de repetirlo. En un artista busco la tensión, y me seducen mucho más los que juegan a extremar la imagen que los que se dedican enfriarla desde el contenido. También que entre los artistas que empiezan hay quien trata de esconder sus referentes y quien los señala abiertamente, revelando y asumiendo inmediatamente su momento de búsqueda, sin miedos ni complejos. Me gusta confesar mi inclinación por los segundos, por esos que dejan que su trayectoria despliegue su propio tiempo, esos que son capaces de acariciar sus devociones para posteriormente desdibujarlas y partir para otra parte. Los primeros, salvo casos realmente excepcionales, corren el peligro de ahogarse en su propio vómito de forzada originalidad, cayendo en su propio engaño. Los segundos, prefieren hacerse preguntas y estudiar cómo artistas anteriores en el tiempo han tenido que enfrentarse a ellas e intentar resolverlas. Una vez asumida la condición de la pintura, que ha dejado de ser una técnica para ser una tradición, o en otras palabras, asumir que más allá del propio acto de pintar, la pintura es una idea y una forma de pensar sobre la propia pintura, una suerte autorreferencial, estos artistas ensayan fórmulas ya expuestas para desbordarlas en una actualidad híbrida capaz de dar sentido conjunto a todos esos logros. Por supuesto, ese es el caso de Alain Urrutia, un artista que ha asumido con naturalidad ese posicionamiento que implica al artista estar continuamente (re)pensando su lugar, y preguntándose no sólo el porqué seguir pintando sino para qué y cómo seguir haciéndolo.

 

Para quien conozca personalmente a Alain será fácil reconocer el ansia y deseo vehemente del que goza cuando persigue alguna cosa. Y la cosa entre manos, en este caso, es la imagen. Una imagen que compone y apaga casi instantáneamente, como si tratase de resolver un elogio de lo borroso. Porque para Alain ese avance, ese mirar hacia adelante con forma de deseo impaciente, guarda un doble sentido paradójico, algo así como aquel construir eliminando que proclamaba la escultura de Giacometti, mitad deseo, mitad nostalgia; una especie de encrucijada que necesita ordenar y cerrar aunque sea a partir de darle una veladura, como si quisiese esconder algunos fragmentos que permitan a la imagen permanecer como en aquel espejo de Lewis Carroll: “se borró muy lentamente... terminando por la sonrisa, que persistió algún tiempo después de que el resto del animal hubiera desaparecido”[1].

 

Pienso en Carlos Alcolea, para quien la pintura es una lucha contra la realidad. La necesidad de evasión le dará forma de disparate. La realidad de sus personajes y paisajes semeja haberse derretido. Todo es producto de derivar la imagen, de reconducirla. Alcolea buscaba el desdoblamiento a modo de necesidad interior. Como en los cuadros de Bacon el cuerpo tiende a escaparse y la figura casi desaparece. Confieso que me atrae, como la pintura de Bacon, como la de Tuymans, como la de Alain y todos esos pintores que destilan una imagen que cuando la vemos parece que estamos borrachos. Las distorsiones visuales, las reducciones cromáticas, los desenfocados, las destilaciones cromáticas, las tinieblas. Personajes que miran, aunque casi nunca de frente.

 

Alain Urrutia es un pintor de cabezas y no de rostros, como Deleuze concluye al hablar de Bacon. Se trata de deshacer el rostro, de animalizarlo, de oscurecerlo, de blanquearlo. O de cortar el encuadre. O ponerle una capucha. En Bacon es una cabeza sin rostro. Como sucede en muchas de las obras de Alain Urrutia, lo que se constituye es una zona de indiscernibilidad, de indecibilidad, donde todo deviene animal. La pintura es una suerte de descenso. Una imposibilidad que nos lleva a aquel Blanchot que cultivó el fragmento de lo real para hacer florecer lo poético, un Blanchot capaz de descomponer el orden del texto como un juego de sensuales símbolos capaces de velar atribuciones o definiciones concretas; sin certezas. Es la pintura como desencuentro, como sombra, como penetración en lo indecible. El sentido de secuencia se corta, se interrumpe. Todo es un acto de vaciado, de extenuación de una imagen guardada, esa que llega demorada, o sincopada. Únicamente la mirada puede adivinar las formas. Como en la expedición por la escritura de Blanchot, Alain Urrutia trata de penetrar en lo oscuro, aquella alta pasión que según Kierkegaard será una pasión consagrada al secreto, sin historia.

 

Pero estábamos con Bacon, y con Cézanne. Deleuze los une como artistas capaces de pintar la sensación. Pinturas que afectan al sistema nervioso. "Cuando Bacon habla de la sensación, quiere decir dos cosas, muy cercanas a Cézanne. Negativamente, dice que la forma referida a la sensación (Figura) es lo contrario de la forma referida a un objeto que se supone representar (figuración). (...) Y, positivamente, Bacon no deja de decir que la sensación es lo que pasa de un "orden" a otro, de un "nivel" a otro, de un "dominio" a otro. Por eso la sensación es maestra de deformaciones, agente de deformaciones del cuerpo"[2].

 

Si pongo en relación estas ideas con Alain Urrutia es primeramente porque sus escenas pasan del orden de lo cotidiano, una vez que en muchos casos se trata de imágenes tomadas de experiencias personales del propio artista, al orden de lo irrepresentable y lo simbólico. Las historias se entrecruzan, se deconstruyen. Hablamos de borrosidad, de desenfoque, de fragmentos, de esconder la habilidad de pintar bien, de solapamientos, de recortes, de interrupciones, de reducciones tonales… Todo gracias al simple gesto de procesar manualmente la ‘imagen’ de la fotografía buscando la densidad de ésta. Así ese latente estado de violencia, de violación de la anatomía y el tiempo a modo de enigma irresoluble. Lo afirmaba el escultor Medardo Rosso en el primero de sus escritos, “lo importante en arte es hacer olvidar la materia”[3]. Pero también Francis Bacon cuando hablaba de ‘secuencias movedizas’ o incluso de ‘órdenes de sensaciones’. En Bacon la figura rompe con lo figurativo. “He querido pintar el grito antes que el horror”, llegará a afirmar. Y como en Bacon, en Alain Urrutia existe una zona de indiscernibilidad, donde todo tiende a escaparse.

 

Continúo pensando en Bacon. Aunque miro de reojo a Richter, a Tuymans, a Borremans, etc., entiendo que hay aspectos menos obvios en los que tengo que detenerme. Es necesario dar rodeos para hablar de la pintura de Alain Urrutia. Como en Bacon, da la impresión de que busca el sistema nervioso.

 

Bacon confesó que buscaba comunicar de una manera directa, cruda, y que la gente veía sus pinturas horribles precisamente porque las comprendía directamente. En todo ello tenía mucho que ver eso que Bacon denominaba "accidente", una suerte de marca involuntaria, aún instintiva, que le ayudaba a desarrollar la imagen, o a lo que es lo mismo: a que esta pierda su apariencia dejando constancia de esta en esa misma distorsión. Lo advierte lúcidamente John Berger: "Bacon es lo opuesto a uno de esos pintores apocalípticos que esperan que ocurra lo peor: Para Bacon, lo peor ya ha ocurrido, y no tiene nada que ver con la sangre, las manchas, las vísceras. Lo peor es que se haya llegado a considerar que el hombre es un ser sin inteligencia"[4]. Pero, ¿qué esconden los protagonistas de las pinturas de Alain Urrutia?; ¿Por qué están de espaldas?; ¿A dónde miran? ¿Qué es lo que hacen? La realidad fragmenta y disloca sus sentidos.

 

La pintura de Alain Urrutia es la historia de una pérdida, pero también de una revelación. Lo no dicho. Lo no nacido. Lo ajeno. Lo que todavía pertenece a lo invisible, a la intensidad de las tinieblas. Es una pintura misteriosa porque reposa en su misma sombra. Así es como Alain Urrutia extrema la imagen, cómo concentra las fuerzas. Como sucede con los poetas, se contiene lo visible para trabajar la tensión de lo borroso, el límite donde resuena lo posible. Es la pintura como mensaje cifrado.

 

Alain Urrutia retarda deliberadamente la percepción de la imagen, y el tiempo se tensa, se expande, se intensifica. Las formas se definen tras un intervalo de silencio. Otras veces no llegan a definirse. No sabemos si vienen o se van, si emergen o se desvanecen. Algo así como en las fotografías de Sam Samore, donde se difumina la realidad para acabar tornando misterioso cada uno de los personajes retratados. Las imágenes de Samore carecen de historia, se desnudan de información enfatizando todo ello a partir de la fragmentación y de trabajar un grano basto, que convierte la escena en algo borroso. Esta ambigüedad aviva la curiosidad de un espectador que se mueve en la más pura de las incertidumbres, en un catálogo de personajes anónimos que, sin embargo, sentimos cercanos, conocidos, como en el caso de Alain Urrutia. Samore únicamente utilizó la cámara él mismo para la serie de Allegories of Beauty que, a su vez, guarda una estrecha relación con la historia del arte. En este sentido, el artista confiesa que sus fotografías continúan la tradición del retrato renacentista y que conceptualmente las entiende como pinturas. Con Alain Urrutia el juego es otro. La influencia de la fotografía y el cine en los encuadres de sus pinturas es indudable. Seguramente sin pensar que, paradójicamente, cuando cineastas como Bresson, Antonioni o Godard buscan el desencuadre para procurar una suspensión no narrativa, están actuando como pintores.

 

En este sentido, podríamos pensar en algunos frames de Luis Buñuel. Él mismo, en un texto titulado ‘Découpage o segmentación cinegráfica’, decía que en cuanto al montaje, no es otra cosa que el manos a la obra, la materialidad de acoplar unos trozos a continuación de otros, concordando los diferentes planos entre sí, librándose con la ayuda de unas tijeras de unas imágenes inoportunas. Operación delicada, más sumamente manual. Como Buñuel, Alain Urrutia disecciona su mundo, sus inquietudes, desde lo irrepresentable. El cuadro como expansión de todas las posibilidades.

 

 

 

La presencia borrosa

 

 

En pintura, desde Gerhard Richter, se ha luchado por representar lo irrepresentable a través de la borrosidad. Alain Urrutia es uno de los muchos artistas que recoge ese legado, vía Luc Tuymans, en su intención de velar la imagen. Tanto Richter como Tuymans caminan hacia la disolución de la imagen dificultando y entorpeciendo nuestra visión de simples espectadores ante un encuadre desenfocado. La memoria, individual y colectiva, y sus dificultades de aprehensión justifican esa reducción de la gama y de la visibilidad. Entre tanto, el espectador ha de exigirse un esfuerzo para interpretar lo que se nos cuenta –contenidos que sí esconden un sentido-, imaginar más allá de ese velo suspendido como fachada-telón.

 

En Alain Urrutia la borrosidad será un recurso capaz de conseguir que las cosas se expresen con más fuerza mediante su ausencia. De ahí que las obras que toman estas características guarden ese aire intemporal e indefinido. Porque su pretensión no es decirlo todo sino hacer visible un enigma. Esa condensación y afán por desdibujar o difuminar los contornos, como señalaba líneas atrás, parece inaugurar una manera especial de ver y representar que llevó a muchos artistas contemporáneos a un modo crudo de ilustrar a partir de la utilización de fuentes fotográficas y fílmicas. El pintor y teórico Jordan Kandor, lo explica, no sin cierta ironía, en un texto publicado en Artforum a finales del 2004, a propósito de tres pintores interesantes como Wilhelm Sasnal, Eberhard Havekost y Magnus von Plessen, bajo el título “El efecto Tuymans”[5]. Lo que está en juego para Kantor no es una simple estrategia formal heredada del universo legado por Tuymans, sino la intensidad con la que éstos consiguen aceptar y negar al mismo tiempo la pintura. “Al introducir la exposición temática con series que reclaman para sí mismas conformarse ‘acerca’ del colonialismo africano o de la xenofobia, Tuymans abrió las puertas a una miríada de proyectos de pintura que encuentran su justificación, en palabras de uno de sus principales defensores, Ulrich Loock, en un discurso ‘extra-pintura’”[6].

 

Seguramente, para entender el trabajo de Luc Tuymans debemos partir de una premisa paradójica: la permanencia de la imagen estática en la memoria es más fuerte que la de la imagen móvil. La imposibilidad de recuperar esa imagen, su finitud y desvanecimiento, acumula significados que desarrollan su equivalente mental, que sí permanecerá, y cada vez más, en movimiento. Y aquí radica una de las claves que lleva a Alain Urrutia a pintar de esa manera: cómo en el declinar de la imagen estática se produce una acumulación de información que la torna densa; la distorsión deriva en invisibilidad y la invisibilidad en esencia. Muchos artistas desde Tuymans asumen que la materialidad de la imagen estática es siempre mayor y también que el impacto que nos deja es mucho más fuerte, salvo en casos especiales como el de la imagen de los aviones golpeando una y otra vez sobre las torres gemelas, seguramente la imagen de nuestra época.

 

En ese sentido es indudable que Alain Urrutia recoge el testigo dejado por Tuymans que, a su vez, lo había tomado de un Gerhard Richter que conceptualmente entiende la pintura como un proceso de decisión y que formalmente bebe directamente de la relación entre pintura y fotografía. Naturalmente Richter llevó todo eso mucho más allá que Tuymans en su Atlas. Pero Tuymans también recoge esa libertad de poder pintar a partir de lo que ve en una postal para ir más allá de la simple exaltación del espacio, la composición o el color como lógica constructiva y prioritaria de la pintura.

 

Así, en el camino hacia la destrucción de la imagen, Alain Urrutia parece tenerlo claro: “Más que nunca, hoy, se puede decir de nosotros, aunque afirmarlo resulte paradójico en un mundo hipervisible, que tenemos ‘ojos para no ver’, y de ahí que las referencias que utilizo partan del hecho de que muchas de las cosas que nos rodean y de que situaciones que en un principio podrían pasar desapercibidas tengan una lectura y un carácter estético que se formaliza con su representación”.

 

Alain Urrutia parte de fragmentos de imágenes que son fragmentos de las imágenes de su propia vida, como si decidiese pintar en una especie de banda de Moebius donde no sabemos cuándo estamos dentro o fuera de la imagen misma. La situación es, en este sentido, muy derridiana, ya que reflexiona cómo la huella, la ruina o la ceniza son inseparables del campo semántico del recuerdo. Para Alain Urrutia, como para Derrida, ese proceso de anamnesis lleva implícito un doble deseo paradójico: “el de la ceniza, la destrucción total, el borramiento siquiera del propio borrarse huella, la desaparición sin resto y, por otra parte, la necesidad inevitable de guardar algo en la memoria, de guardarlo todo sin que nada se pierda, llevar la copia, el archivo, hasta lo impensable”[7]. Derrida se preguntaba cómo amar otra cosa distinta que la posibilidad de la ruina, otra cosa distinta que la totalidad imposible. Lo hacía en Mémories d’aveugle, un texto redactado para una exposición de dibujos sobre ciegos en el Museo del Louvre. Y nada mejor que la ceguera para entender el sentido de los personajes de los cuadros de Alain Urrutia, incluso de los que nos miran, como si les faltase la vida por dentro.

 

Alain Urrutia pinta, entonces, para guardar. Como memoria infinita. Como un resto (el anhelo de Alain Urrutia) que, siguiendo con Derrida, sería aquello que puede desaparecer radicalmente como sustancia. Entre tanto, podríamos citar a otros artistas que siguen la estrategia de proceder a partir de imágenes anteriores al cuadro. Pienso en Gert Rappenecker y su pintura con ‘sabor’ a fotocopia, que trabaja a partir de folletos turísticos sus paisajes de mediados de los noventa. O en las imágenes suspendidas de Johannes Kahrs, que nacen de la ficción cinematográfica. Todos trabajan con imágenes ya existentes, robadas, bañadas por un halo melancólico producto de su anhelo por capturar la imagen que refleja la realidad, que no es nunca la imagen de lo real, sino la mirada transversal de ésta, el instante de un presente que flota en la memoria. De ahí su densidad y el trabajar el defecto de la imagen. Porque su viaje es el del encuentro. O, mejor, el del encuentro con la luz. Ahí nace la sugerencia, la intensidad, el matiz que nace de la sombra, la borrosidad o el reflejo de la imagen.

 

Alain Urrutia es consciente de que tras Richter el lienzo ya no está vacío de antemano y la pintura no sirve para producir la imagen sino que es la imagen la que nos sirve para producir pintura. En Alain Urrutia es la imagen, o su dislocación, la que genera otra nueva imagen. Se entiende así su pintura desgastada, asumiendo, como hizo Richter décadas atrás, una premisa clara: si en la fotografía la realidad se convierte en imagen, cuando ésta llega a la pintura la imagen se convierte en realidad. Así de simple, y así de compleja, es la pintura de Alain Urrutia, donde habita una suerte de extrañeza que proviene de una conversión de lo familiar en paréntesis. Como aquella 'neutralidad blanca' que Roland Barthes reconoce en el El extranjero de Camus: un estilo de la ausencia que es casi una ausencia de estilo donde todo carácter se abole en beneficio de lo neutro e inerte de la forma. Siempre hay algo que se nos escapa. Como si la pintura fuera asumida como especie de magia y la mirada se asomara al abismo de lo oscuro, al desafío de lo incompleto.

 

 

_______________

[1] Carroll, L.: Alicia a través del espejo, Alianza editorial, Madrid, 2002

 

[2] Deleuze, G.: Francis Bacon. Lógica de la sensación, Arena Libros, Madrid, 2002

 

[3] Rosso, M.: Medardo Rosso, Centro Galego de Arte Contemporáneo, Santiago de Compostela, 1996

 

[4] Berger, J.: Mirar.

 

[5]Kantor, J.: “The Tuymans Effect,” Artforum International, noviembre de 2004

 

[6] Idem

 

[7] Cristina de Peretti / Paco Vidarte: Jacques Derrida, Ediciones del Orto, Madrid, 1998